Hugo Moyano y la vigencia de Gramsci por Edgardo Mocca


(...)  Gramsci concibió a la hegemonía como la capacidad de alcanzar y sostener la unidad de un bloque social. Y esa capacidad no gira en torno del puro dominio, del ejercicio real o potencial de la violencia sino de una fuerza de orden cultural y moral, una “fe” decía el pensador sardo. No es muy forzada la conexión entre esa formulación y la insistencia de la Presidenta en la existencia de una lucha entre “relatos” opuestos en la realidad argentina. El discurso presidencial de apertura de las sesiones ordinarias del Congreso es una muestra elocuente de esa estrategia: los datos y cifras que allí expuso no tenían la cadencia de un “balance de gestión”; se presentaban como la ilustración de los resultados de un proyecto político. Toda una reactualización de la vigencia de los programas políticos partidarios a los que apresuradamente se les extendió carta de defunción desde la perspectiva de la “pospolítica”, que sitúa al gobierno en el lugar de la administración de lo dado, sin capacidad creadora alguna.

¿No es también la apelación de la Presidenta a no permitir la desunión de las fuerzas favorables al rumbo político actual un gesto “hegemónico” en el sentido gramsciano? La unidad, dice y repite Cristina Kirchner, no es un objetivo en sí mismo; es una premisa de supervivencia y profundización del proyecto en curso. Parafraseando en términos de Gramsci, es la “unidad del bloque social” lo que está en juego. Y la idea de bloque social se diferencia del planteo economicista de la “clase” en que no está unido por supuestos “intereses objetivos” que preexisten a la práctica política, sino que es esta misma práctica la que los construye y los explicita. Siempre en el vocabulario gramsciano, este bloque social tiene en su interior intereses “corporativamente” contradictorios. Es decir que si se miraran exclusivamente los intereses del sector social particular, la unidad del bloque social no sería un objetivo deseable.

(…) No parece, entonces, que el tema sea ético, sino que es esencialmente político. Y es político porque apunta a un componente clave de la coalición que conduce la Argentina desde 2003: la alianza entre el Gobierno y el movimiento obrero. Quienes ponen el grito en el cielo por el supuesto carácter no republicano de esa alianza, no se escandalizaron de igual modo cuando, con Menem y con De la Rúa, los interlocutores principales del Estado eran los grandes grupos del poder económico concentrado. La alianza entre Estado y CGT no es una simple estrategia electoral. Por el contrario está cimentada en un proceso de cambios en el mundo del trabajo como no se registraba en el país desde hace muchas décadas. Es la alianza que permitió reincorporar al empleo a cinco millones de personas, recuperar las convenciones colectivas de trabajo y el salario mínimo vital y móvil, instaurar la paritaria docente, aumentar sensiblemente sueldos y jubilaciones y crear la asignación universal a la niñez, entre muchas otras novedades de época. Todo eso en un tiempo en el que muchos consideraban que habían desaparecido los actores sociales y la política era una cuestión de individuos aislados sólo unificados en la condición de audiencia de los medios de comunicación.

El hecho es que en estas horas hemos vivido la amenaza más significativa a la unidad de la coalición que hoy gobierna el país. Y que el episodio toca el nervio más crítico para la posibilidad de continuidad de su proyecto político, el de sus propias contradicciones internas. Si alguien en el Gobierno cree que se puede gobernar en la dirección asumida sin el acompañamiento de una porción considerable del movimiento sindical, terminará contribuyendo a la derrota. Y si algún líder sindical cree que los trabajadores van a llegar al poder sobre la base de la fractura de la actual coalición político-social de gobierno, va a convertirse en la clave del éxito de las operaciones mediático-políticas que dice combatir. De eso trata la hegemonía, de contener en unidad la diversidad y hasta la contradicción.
Xul Solar-Drago

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